Estoy
convencido que debe cambiar, y con urgencia, la legislación actual. Sin
embargo, no veo que hoy se den las condiciones para despenalizar.
Frente
a los diversos proyectos de ley que buscan reformar la actual política de
drogas, me siento en la urgencia de expresar también mi parecer. Ya lo hice junto
al equipo de los curas de las villas de la Ciudad de Buenos Aires en otras
oportunidades, y hoy nuevamente lo hago desde la convicción profunda de que a
la hora de legislar, es fundamental tener en cuenta a los más pobres y a los
que sufren la exclusión social grave.
Es por eso que mi mirada se centra exclusivamente en los marginales, aquellos cuya voz difícilmente pueda ser escuchada en otro lugar más que en la vida de todos los días compartida. Me quiero referir a cientos, miles de pibes y pibas de las villas, arruinados por el paco en las villas, con quienes compartí cada día durante los 15 años que viví en la villa 21-24 y Zavaleta.
En primer lugar deseo señalar que me parece mal criminalizar al adicto. He visto muchos pibes de rodillas delante de una droga que no los deja organizar la vida. Esclavos sufrientes que no pueden “zafar”. Muchos incluso han muerto, los hemos llorado con sus padres y amigos. Me tocó conocer su corazón, sus luchas y su llanto, darles la primera comunión y recibirlos contentos cuando me venían a presentar a sus hijos, y luego rezarles el responso. Me resulta imposible identificar la adicción con un crimen, y más aun pensar que deba ser penalizado.
Además de ellos, pienso en todos aquellos otros para los que el consumo de drogas es apenas una curiosidad, un simple experimento. Pienso en lo trabajoso que fue señalarles el camino del esfuerzo, de la vida comprometida, de la responsabilidad. Tampoco pienso que sus experiencias puedan ser penalizadas.
Es por todos ellos que estoy convencido que debe cambiar, y con urgencia, la legislación actual. Sin embargo, no veo que hoy se den las condiciones para despenalizar.
Veo peligrosa la liviandad con que se trata el tema en muchos medios, a veces desde posturas afectivas, y polarizadas; otras desde posturas científicas tan serias como ajenas a la realidad de los más pobres.
Hace unos años, con el equipo de los curas de las villas nos preguntábamos cómo decodifican nuestros jóvenes una medida como la despenalización. Creo en este sentido que antes de despenalizar es necesario implementar un programa preventivo en todas las escuelas del país, de modo de mitigar el impacto negativo de la medida en las representaciones sociales juveniles, y potenciando algunos aspectos positivos de la misma, como la no estigmatización de los usuarios de drogas, que no produce sino más exclusión.
Creo que los usuarios de drogas de poblaciones marginalizadas se encuentran en un gran desamparo, y la ausencia del Estado en sus vidas es muy pronunciada. ¿Qué acompañamiento encuentra un usuario de paco de Zavaleta que no puede frenar el consumo, que empeñó los documentos para consumir, que no puede internarse porque padece tuberculosis, pero a causa del consumo no está en condiciones de sortear las dificultades que le propone el sistema de salud, que vive en la calle, padece mil penurias, y para sobrevivir debe enfrentar la violencia, y aprender a jugar con la ley de la selva? Lamentablemente, esta es una foto demasiado repetida.
Es así, los usuarios de drogas de zonas marginalizadas viven la exclusión como el pan de cada día, y las respuestas asistenciales provistas por el Estado se reducen a los tratamientos de rehabilitación. Una respuesta demasiado lineal para un problema tan complejo. No hay para estos usuarios de drogas una respuesta compleja en salud, vivienda, trabajo, identidad. Sin esos derechos garantizados, la recuperación es una utopía.
En ese sentido, me pregunto qué pasa con aquellos usuarios de drogas que hubieran necesitado el encuentro con el Estado; porque al fin y al cabo, el encuentro con la justicia penal es un encuentro de pésima calidad, pero un encuentro al fin. ¿No sería mejor transformar ese encuentro en uno de superior calidad? Desaprovechar la oportunidad para muchos significa la vida. Suena duro plantearlo así, pero para muchos la cárcel es menos malo que el paco en la calle. No es lo que debe ser, pero desde el Estado no se les ofrece otra alternativa.
Es por eso que, aunque valoro los criterios que buscan algunos con la despenalización, creo que no es el momento para llevarla a cabo, no al menos hasta que el Estado haya tomado nota del desamparo que viven los usuarios de drogas de las zonas marginales, y se haya propuesto tomar cartas en el asunto. Despenalizar en este contexto puede ser una medida espasmódica, compulsiva, que sin duda va a ser aplaudida por la tribuna, pero con el altísimo costo de olvidarse de los pibes más pobres de nuestra patria. Más bien entiendo que el debate sobre la despenalización puede darse cuando recorramos un camino de inclusión social entre la inmensa muchedumbre de jóvenes sumergidos en la marginalidad y pobreza.
Pienso que una posibilidad sería la creación de defensoría de los derechos de los usuarios de drogas, que obliguen al Estado a responder con la complejidad que cada usuario de drogas necesite: vivienda, trabajo, documentación, acceso a la salud, a tratamientos de recuperación, y a todos los derechos vulnerados de esa persona. Recordemos que en los barrios marginales, la droga llena el vacío que deja la exclusión; sin inclusión real no hay recuperación posible.
Sé que mi mirada adolece del mismo problema que le adjudico a las otras: es la mirada de una parte; y una legislación nacional no debe olvidarse de nadie. Sólo espero que a través de mi voz, o del medio que fuera, los cambios que vengan no se vuelvan a olvidar de los más pobres.
Es por eso que mi mirada se centra exclusivamente en los marginales, aquellos cuya voz difícilmente pueda ser escuchada en otro lugar más que en la vida de todos los días compartida. Me quiero referir a cientos, miles de pibes y pibas de las villas, arruinados por el paco en las villas, con quienes compartí cada día durante los 15 años que viví en la villa 21-24 y Zavaleta.
En primer lugar deseo señalar que me parece mal criminalizar al adicto. He visto muchos pibes de rodillas delante de una droga que no los deja organizar la vida. Esclavos sufrientes que no pueden “zafar”. Muchos incluso han muerto, los hemos llorado con sus padres y amigos. Me tocó conocer su corazón, sus luchas y su llanto, darles la primera comunión y recibirlos contentos cuando me venían a presentar a sus hijos, y luego rezarles el responso. Me resulta imposible identificar la adicción con un crimen, y más aun pensar que deba ser penalizado.
Además de ellos, pienso en todos aquellos otros para los que el consumo de drogas es apenas una curiosidad, un simple experimento. Pienso en lo trabajoso que fue señalarles el camino del esfuerzo, de la vida comprometida, de la responsabilidad. Tampoco pienso que sus experiencias puedan ser penalizadas.
Es por todos ellos que estoy convencido que debe cambiar, y con urgencia, la legislación actual. Sin embargo, no veo que hoy se den las condiciones para despenalizar.
Veo peligrosa la liviandad con que se trata el tema en muchos medios, a veces desde posturas afectivas, y polarizadas; otras desde posturas científicas tan serias como ajenas a la realidad de los más pobres.
Hace unos años, con el equipo de los curas de las villas nos preguntábamos cómo decodifican nuestros jóvenes una medida como la despenalización. Creo en este sentido que antes de despenalizar es necesario implementar un programa preventivo en todas las escuelas del país, de modo de mitigar el impacto negativo de la medida en las representaciones sociales juveniles, y potenciando algunos aspectos positivos de la misma, como la no estigmatización de los usuarios de drogas, que no produce sino más exclusión.
Creo que los usuarios de drogas de poblaciones marginalizadas se encuentran en un gran desamparo, y la ausencia del Estado en sus vidas es muy pronunciada. ¿Qué acompañamiento encuentra un usuario de paco de Zavaleta que no puede frenar el consumo, que empeñó los documentos para consumir, que no puede internarse porque padece tuberculosis, pero a causa del consumo no está en condiciones de sortear las dificultades que le propone el sistema de salud, que vive en la calle, padece mil penurias, y para sobrevivir debe enfrentar la violencia, y aprender a jugar con la ley de la selva? Lamentablemente, esta es una foto demasiado repetida.
Es así, los usuarios de drogas de zonas marginalizadas viven la exclusión como el pan de cada día, y las respuestas asistenciales provistas por el Estado se reducen a los tratamientos de rehabilitación. Una respuesta demasiado lineal para un problema tan complejo. No hay para estos usuarios de drogas una respuesta compleja en salud, vivienda, trabajo, identidad. Sin esos derechos garantizados, la recuperación es una utopía.
En ese sentido, me pregunto qué pasa con aquellos usuarios de drogas que hubieran necesitado el encuentro con el Estado; porque al fin y al cabo, el encuentro con la justicia penal es un encuentro de pésima calidad, pero un encuentro al fin. ¿No sería mejor transformar ese encuentro en uno de superior calidad? Desaprovechar la oportunidad para muchos significa la vida. Suena duro plantearlo así, pero para muchos la cárcel es menos malo que el paco en la calle. No es lo que debe ser, pero desde el Estado no se les ofrece otra alternativa.
Es por eso que, aunque valoro los criterios que buscan algunos con la despenalización, creo que no es el momento para llevarla a cabo, no al menos hasta que el Estado haya tomado nota del desamparo que viven los usuarios de drogas de las zonas marginales, y se haya propuesto tomar cartas en el asunto. Despenalizar en este contexto puede ser una medida espasmódica, compulsiva, que sin duda va a ser aplaudida por la tribuna, pero con el altísimo costo de olvidarse de los pibes más pobres de nuestra patria. Más bien entiendo que el debate sobre la despenalización puede darse cuando recorramos un camino de inclusión social entre la inmensa muchedumbre de jóvenes sumergidos en la marginalidad y pobreza.
Pienso que una posibilidad sería la creación de defensoría de los derechos de los usuarios de drogas, que obliguen al Estado a responder con la complejidad que cada usuario de drogas necesite: vivienda, trabajo, documentación, acceso a la salud, a tratamientos de recuperación, y a todos los derechos vulnerados de esa persona. Recordemos que en los barrios marginales, la droga llena el vacío que deja la exclusión; sin inclusión real no hay recuperación posible.
Sé que mi mirada adolece del mismo problema que le adjudico a las otras: es la mirada de una parte; y una legislación nacional no debe olvidarse de nadie. Sólo espero que a través de mi voz, o del medio que fuera, los cambios que vengan no se vuelvan a olvidar de los más pobres.
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